miércoles, 3 de diciembre de 2025

Milagros.

Proveniente del campo y de sangre sin valor, Milagros nacería marcada por la agonía y la pérdida, como un presagio del camino que ya había sido escrito para ella.  

Durante el invierno de 1887, una de las noches más frías que la gente del campo recordaba, una mujer agonizaba mientras intentaba dar a luz. Los gritos de desesperación resonaban entre muros de adobe y pasillos oscuros.  

La mujer postrada en la cama balbuceaba incoherencias y delirios al mismo tiempo que su piel ardía como el fuego.  

—Viene por mí —jadeaba con desesperación—, se quiere llevar a mi bebé…  

—Escúchame, hija, tienes que ayudarme —susurró la partera—. Debemos sacar al bebé.  

—¡No! Me lo van a quitar.  

—Te prometo que nadie intenta quitártelo, en esta habitación solo estamos tú y yo.  

El esposo irrumpió, aún con el sombrero puesto y miedo en sus cristalinos ojos. A pesar de su apariencia fuerte y varonil, era imposible no sentir pena por él, al verlo en el estado en el que se encontraba.  

—Sino saco ahora mismo al bebé, ambos morirán —advirtió la partera—. Debe decidir a cuál de los dos salvar.  

El hombre tragó saliva con fuerza. No dudó del amor que sentía por su esposa, pero habían tratado de tener un hijo por mucho tiempo y después de varios intentos fallidos ambos sabían que esta era su última oportunidad para lograrlo. Con el alma hecha pedazos, decidió asegurar su descendencia y renunciar a su compañera.  

La partera tomó un cuchillo, abrió el vientre de la mujer y extrajo al bebé. Lo sostuvo con uno de sus brazos mientras que con el otro limpiaba la sangre de su pequeño rostro.  

—Es una niña.  

El padre la miró con esa extrañes de tener a un ser humano tan pequeño entre tus brazos.  

—Te prometo que siempre estarás a salvo, Milagros, nadie te va a lastimar.  

Pero esa promesa nunca sería cumplida, pues nuestra palabra no representa nada ante los planes del destino.  

Pronto la vida se encargó de mostrarle a Milagros la pena y la maldad del mundo.  

Cuando la pequeña niña llegó a los doce años, un virus infectó a los animales de la granja de su padre causando que todos ellos murieran y tuvieran que ser desechados, pues su carne no era apta para el consumo humano. En un mes la familia quedó en la ruina.  

El padre consumido por la angustia y la desesperación falleció de un ataque al corazón solo unos pocos días después.  

El segundo hermano de su padre tomó el control de la granja. Él era un hombre frío y solitario, Milagros nunca había convivido con el más allá de las misas a la virgen de Guadalupe y las cenas navideñas. Le aterraba tener que vivir con él, pero ese miedo que sentía era en vano, pues pronto tendría problemas más grandes.   

A pesar de todas las medidas que había implementado su tío, Roberto, las deudas persistían, debían dinero a casi todo el mundo. Incapaz de continuar pagando, su tío recurrió a una solución más terrible. Una decisión más fácil para él y la más devastadora para ella.  

Durante el desayuno se mantuvo serio, pero con la mirada sobre Milagros en todo momento. En su mente no había buenos pensamientos.  

—Esta tarde nos vamos a ir a la capital, Milagros, necesito que te alistes. —ordenó.  

—¿A dónde, tío? —preguntó con curiosidad la niña.  

—Te vas a quedar con una amiga mía, mientras soluciono las cosas en la granja.  

—Está bien, tío ¿Qué necesita que lleve?  

—Solo lo indispensable, Milagros.  

Milagros solo preparo una maleta, no sabía que llevar, pues nunca había estado en la capital, de hecho, nunca había salido de la granja. Sin embargo, sentía curiosidad por esa amiga de la que había hablado su tío, ¿Sería amable o estricta?   

Sus dudas se disiparon por un instante en cuanto vio el tren, nunca había estado tan cerca de él. Cuando el silbato sonó, Milagros dio un pequeño brinco de susto, el vapor envolvía los andenes como si fuera una nube que cayó del cielo. Los asientos de madera eran duros y no muy cómodos, pero eso no era lo que le importaba a la niña.  

Al avanzar el tren Milagros se pegó a la ventana lista para observar el paisaje, el olor del campo inundó el vagón mientras cruzaban por los sembradíos de maíz. Al alejarse más, se hicieron visibles los bosques de pino y oyamel, a Milagros le encantaba ese olor.   

Supo que estaba entrando a la capital cuando vislumbró fábricas con chimeneas humeantes, hasta ese momento se dio cuenta que su tío no había dicho ni una sola palabra.   

En la capital todo era más grande, había más personas y la ropa era bonita. Esos eran los pensamientos que habitaban la mente de la pequeña Milagros.  

Su camino se detuvo frente a una casa en el barrio de la merced, ahí los esperaba una mujer robusta, de cabello castaño, atado en un chongo mal hecho y un rostro serio con arrugas.   

—Espérame aquí, Milagros.  

Roberto bajó del carruaje y se acercó a ella con la naturalidad con la que saludas a un viejo amigo, hablaron algunas cosas y se rieron juntos, pero Milagros no los pudo escuchar.  

—Ven aquí. —le ordenó el tío a la niña.  

Ella obedeció con nerviosismo.  

—Déjame presentarte a mi amiga, Tomasa, ella y su esposo son los dueños de esta bonita casa —colocó una mano sobre el hombro de la niña—. Ellos te van a dejar vivir aquí a cambio de trabajo.  

—¿Qué clase de trabajo? —cuestionó Milagros.  

—Solo vas a tener que atender a algunos caballeros, niña. —interrumpió Tomasa.  

En ese instante salió de la casa un hombre mayor de aspecto intimidante y cabello cano, saludó a Roberto con alegría y le entregó un fajo de billetes.  

—Dijiste que era bonita, pero no imaginé que tanto. —soltó una carcajada de forma macabra.  

—Una pequeña princesa —dijo Roberto mientras le acariciaba el cabello a su sobrina—. Atraerá muchos clientes.  

—Eso espero, pagué una fortuna por ella.  

Milagros no entendió nada al principio, o tal vez no quiso entenderlo, pues todas las pistas estaban frente a ella. Lo último que supo antes de que todo se le nublara fue que Tomasa la tomó de las manos y la metió a la casa.  

Cuando volvió en sí, se dio cuenta que estaba en una habitación con cuatro camas separadas por cortinas viejas y desgastadas, parecía que alguna vez fueron de color rojo, el olor a perfume barato irritaba su nariz.   

Frente a ella había dos mujeres que no parecían superar los veinte años, una de ellas estaba semidesnuda, la única prenda que la cubría era su larga falda desteñida.  

—Mira eso, Carmen, una nueva —habló la joven de cabello rizado—. Tal vez deberías ponerte una blusa para no asustarla.  

—No, Lupe... que se acostumbre.  

La mujer de pecho descubierto hablaba con indiferencia, para ella estas situaciones eran tan comunes que ya no le interesaban, y tenía otros problemas de los que preocuparse.  

—¿Qué es este lugar? —preguntó Milagros de forma apagada.  

—Tu nueva casita. —se burló Carmen.  

—No seas dura con ella, esta asustada... ¿Ya no lo recuerdas?  

—No, Lupe, ya no lo recuerdo.  

Milagros si entendía dónde estaba, solo que no quería creerlo. Lo que ella no sabía era que su primera noche en el burdel La casa rosa no sería lo peor que viviría ahí.  

El señor Juan, el padrote de aquella casa, tenía la costumbre de mostrarle a las niñas nuevas lo que iban a hacer cada noche. Él decía que era una iniciación al mundo adulto, pero todos sabían que solo le gustaba quitarles aquello a lo que estaba ligada su inocencia, incluso su esposa, Tomasa, tenía conocimiento de eso y elegía guardar silencio.  

Algunos días pasaban rápido, otros eran lentos. Las camas casi nunca estaban vacías, siempre debían tener a alguien encima. El olor del sudor era lo único que Milagros respiraba, hombres era lo único que veía, ruidos desagradables era lo único que escuchaba, piel arrugada era lo único que tocaba, pulque proveniente de otros labios era lo único que saboreaba y dolor… era lo único que sentía.  

Su cuerpo estaba cubierto de moretones y mordidas, pero eso dejó de importarle con el paso de los meses. Nunca se “acostumbró” como decían las otras chicas que lo haría, solo se volvió apenas tolerable.  

Antes de siquiera notarlo, dos años habían transcurrido, aunque en esa casa era como sí el tiempo se mantuviera congelado. La rutina era siempre la misma, sobre todo cuando se trataba del registro de los ciclos de las muchachas. Tomasa se encargaba de eso cada mes sin falta y también de “ayudar” cuando un ciclo se retrasaba uno o dos meses.  

Milagros nunca había tenido problema con eso, pues sus ciclos eran muy exactos, pero este mes sería diferente. Llegó el día y no hubo nada, pasaron tres días más, una semana, dos, tres y nada.  

Lupe trataba de tranquilizarla, sentada a su lado mientras remendaba los botones de unas cuantas blusas.  

—A veces se atrasa cuando una está cansada o estresada. —dijo con suavidad.  

Carmen, en cambio, era más directa.  

—Estas embarazada.  

—¡Carmen! No la asustes, no lo está.   

—Por favor, Lupe —se rio—. Ya casi pasaron cuatro semanas desde su último periodo, obvio que está en cinta.  

—Gracias por el apoyo, Carmen. —Milagros apartó la vista de sus compañeras.  

—Te apoyo, pero soy honesta.  

—Todo va a salir bien. —las palabras de Lupe se sentían cálidas.  

Y como si la hubieran invocado con su plática, apareció Tomasa con su libreta donde registraba los ciclos.  

—¿Algún periodo que registrar, muchachas? —preguntó con la mirada fija en Milagros.  

Las tres jóvenes negaron con la cabeza. Entonces la mirada de Tomasa se volvió oscura y de desaprobación como si esto hubiera sido decisión de Milagros.  

—Ven conmigo, niña. —ordenó la mujer.  

Milagros conocía la rutina de cuando había un embarazo. Primero la señora Tomasa preparaba su famoso té abortivo, casi siempre funcionaba, pero cuando no, la muchacha debía seguir trabajando hasta que fuera muy notoria la panza.   

Cuando ya no podían hacer ese trabajo, las mandaba a la cocina o a hacer la limpieza. Y cuando finalmente llegaba la hora de dar a luz, lo hacían en el sótano, junto a los barriles de pulque y las botellas viejas.  

Los niños eran llevados a la casa azul, ahí los criaban, y si trabajabas duro los podías ver una vez al mes. El destino de los varones era ser recadero o ayudante del burdel, el de las niñas era ayudar a criar a los demás bebés y cuando fuera tiempo trabajarían en el burdel.  

Entendía todo a la perfección, pero esta era la primera vez que le sucedía y eso la aterraba.  

Por desgracia, el té no funcionó. Lo tomó una, dos y tres veces, cada taza sabía peor que la anterior. Todas le provocaron fiebre, vómitos y dolores que la hacían caer al suelo, pero nunca el efecto deseado, aquel sangrado que la haría volver a la normalidad.  

Sus compañeras entendían por lo que pasaba, todas ya habían estado en esa situación, Carmen en cinco y Lupe en tres ocasiones.  

Trabajar así era incómodo, los clientes eran bruscos y no les interesaba el estado de Milagros, mientras que ella solo cerraba los ojos y le pedía a Dios que se llevara esa vida que crecía en su interior, pues no la merecía.  

La hora del parto llegó en la madrugada de un sábado, el día con más actividad en la casa rosa. Milagros fue llevada al sótano por sus amigas, ambas la sostenían de las manos mientras ella las presionaba con fuerza.  

Se recostó sobre unas cobijas en el suelo, apretando los dientes y con los ojos cerrados se contenía para no gritar. El dolor recorría su cuerpo como una ola de agua hirviendo.  

—Ya falta poco, Milagros —susurró Carmen—. Pero lo que viene no será más fácil.  

—¿Cuántas veces han hecho esto? —preguntó la embarazada con voz apenas audible.  

—Más de las que puedes imaginar.  

—Carmen, es la mejor para esto. Los partos que atiende ella siempre salen bien. —respondió Lupe.  

Con cada minuto que pasaba las contracciones se volvían peores, los gritos aumentaban y el estado de Milagros empeoraba. Había momentos en los que deliraba y comenzaba a decir incoherencias, y luego volvía a ser ella misma.  

Lupe en medio de la angustia por ayudarla se colocó detrás de ella sin decir una palabra, rodeó su espalda con sus brazos atrayéndola hacia sí misma. Milagros recargo su cabeza sobre el pecho de su amiga mientras se tomaban de las manos.  

Carmen se arrodilló entre sus piernas tratando de darle ánimos.  

—Ahora, Milagros, necesito que pujes con todas tus fuerzas.  

La joven la obedeció sin cuestionarla. Sus gritos eran tan fuertes que resonaban en toda la habitación, pujo por minutos, o quizás, fueron horas. Casi había amanecido cuando un solo sonido silenció aquel sótano por unos segundos, el llanto de un bebé era todo lo que había.  

—Es... una niña. —pronunció Carmen con voz exhausta.  

Milagros la sostuvo entre sus brazos, fue una sensación extraña, algo que jamás había existido dentro de ella. Una calidez las envolvía a ella y a su hija, por un instante fue como antes, cuando vivía en la granja junto a su padre.  

Pero el tiempo no perdonó y continuó transcurriendo, solo que ahora existía algo que mantenía a Milagros de pie, una esperanza de algo mejor.   

Trataba de visitar a su hija lo más que podía, pero algunas veces era casi imposible, el trabajo era demasiado y Juan le ponía toda clase de trabas para evitar tener acceso a su visita mensual. Él y Tomasa solían ser más estrictos con las madres del burdel.  

Y cuando menos se dio cuenta su pequeña hija, Lucía, dejó de ser una recién nacida, una bebé que se tambaleaba al caminar, una niña que corría por el patio y finalmente una jovencita que se parecía tanto a ella. Eso le aterraba.  

Pues con catorce años cumplido, Lucía, ya comenzaba a ser vista como mercancía para el burdel. Milagros había escuchado una conversación entre Juan y Tomasa sobre que su hija “ya estaba en edad de trabajar” y que atraería a muchos clientes, así como hace años lo hizo ella.  

El rumor corría por el burdel, “Lucía comenzará a trabajar el sábado”, era una pesadilla vuelta realidad, hasta ahora.  

Milagros fue llamada a la oficina de Juan en plena madrugada.  

—¿Me llamó, señor? —preguntó Milagros con miedo.  

—Si —el señor la miró con frialdad—. Tienes que ir a la casa azul.  

—¿Por qué? ¿Qué sucedió?  

—Tu hija enfermó, ayer —se echó una carcajada—. Después de todo no comenzará a trabajar pronto. —levantó su vaso como si estuviera brindando.  

Milagros corrió hasta aquella casa pensando mil cosas que solo la aterraban más y más. Al llegar su corazón se rompió, su hija postrada en una cama con su cuerpo cubierto de máculas.  

—¿Qué sucedió? —le preguntó a una de las ancianas que cuidaba a los niños.  

—Empezó con dolor de cabeza y fiebre, y hoy por la mañana le salieron las marcas en el cuerpo.  

—¿Por qué no me hablaron antes?  

—No creímos que fuera algo grave, pero...  

—Pero ¿Qué? —la voz de Milagros sonaba desesperada.  

—Por las marcas... se trata de viruela.  

—Viruela...  

Esa palabra le cayó como un valde de agua fría.  

Milagros había visto esa enfermedad antes, en otras mujeres del burdel, conocía los efectos y como terminaba. En ese momento las lágrimas comenzaron a caer de sus ojos, trataba de no hacerlo, pero seguían saliendo. Tomó la mano de su hija con fuerza y le prometió no alejarse de ella.  

Juan y Tomasa le permitieron acompañar a su hija, hasta que partiera. Esta era la primera vez que Milagros sentía humanidad en ellos.  

Pasaron un par de días y el estado de Lucía solo empeoraba, las marcas se hicieron peores y cada día le costaba más respirar. Ya no hablaba, ni abría los ojos, solo apretaba la mano de su madre para saber si seguía ahí.   

La habitación estaba en penumbra, el único sonido era la respiración agitada de Lucía, eso era todo en lo que se podía concentrar Milagros. Minutos antes ella le había cantado una canción de cuna, una que le recordaba cuando era pequeña y su padre se la cantaba. Constantemente pensaba en una versión de su vida diferente, una donde ella había criado a Lucía en la granja de su familia.  

Su fantasía se rompió al escuchar un suspiro profundo de su hija, seguido por un silencio que la heló. Lucía había muerto, Milagros continuó sosteniendo su mano hasta el amanecer.  

Su mente daba vueltas en una constante negación, no podía perder a su hija, a su única familia. Entonces, un recuerdo cruzó su cabeza como una estrella fugaz.  

En el burdel había un cliente frecuente, siempre más interesado en hablar que en intimidad, su nombre era Evaristo. Solía contar historias sobre grupos de personas que practicaban la brujería, desde cosas comunes como amarres, hasta regresar almas del más allá. Nunca dio detalles de los ritos más oscuros, pero los conocía y sabía cómo hacerlos.  

La idea desesperada se estancó en Milagros, ella amaba a Lucía más que a nada en el mundo y haría lo que sea por recuperarla. Así que al anochecer envolvió el cuerpo de su hija en una manta y lo llevó como pudo al panteón de San Lázaro, ahí lo metió en un mausoleo abandonado mientras esperaba a Evaristo.  

Aquel hombre iba cada noche a ese lugar a recolectar huesos humanos o para hacer rituales, ella sabía que lo encontraría ahí.  

No pasó mucho tiempo para que se escuchara una voz masculina dándole indicaciones a una mujer, era algo sobre enterrar el nombre de una persona y hacer miserable su vida, cuando terminó se acercó al mausoleo.  

—¿Milagros? ¿Qué haces aquí? —preguntó con evidente inquietud.  

—Necesito que me ayude, Don Evaristo.  

—Se trata de tu hija ¿Verdad?  

—Si —contuvo la respiración y pronunció con firmeza—. La quiero de vuelta.  

Su petición lo tomó por sorpresa.  

—No sabes lo que pides, mujer —negó con la cabeza—. Ese ritual es peligroso.  

—Lo entiendo, pero yo daría mi vida por ella.  

—Tendrás que dar más que eso, lo sabes ¿Verdad?  

—Lo que sea...  

Tal vez fueron las lágrimas o el tono de desesperación de Milagros, pero él no cuestionó más.  

Le explicó cómo funcionaba el ritual, necesitaría algunas cosas sencillas de conseguir; como velas blancas y rojas, copal, ruda, romero, sal y lo más difícil de la lista, sangre humana.  

—Pero no puede ser cualquier sangre, mujer. Debe venir de alguien con quien compartas un lazo incapaz de romperse y profundo... un sentimiento lo suficientemente fuerte como para arder.  

Un lazo... Milagros no tenía eso con nadie más que su hija, quería a sus amigas Carmen y Lupe, pero eso no era un “lazo”, a no ser que...   

Si existía un sentimiento fuerte en ella, además de su hija. Había alguien que siempre daba vueltas en su cabeza como un molesto mosquito a media noche, alguien que la visitaba desde hace dieciséis años para recordarle su lugar en el mundo, alguien que siempre la trataba como basura, alguien que siempre que iba la casa rosa pagaba el doble por pasar toda la noche con ella.   

Roberto, su tío.  

Por la mañana Milagros consiguió todo lo que Don Evaristo le había pedido, excepto por una cosa.   

Su mente se sentía ruidosa, como sí hubiera cien personas dentro de ella hablando al mismo tiempo. Existía en su interior el peso moral del asesinato, algo le decía que no lo hiciera o se iría al infierno, pero a otra parte de ella no le interesaba si se iba, o si era real el cielo y el infierno.  

Con un objetivo claro en la mente regresó a la casa rosa, algunas muchachas le dieron el pésame, otras solo susurraban frente a ella.  

—Qué bueno que ya estás aquí —dijo el señor Juan sin mirarla—. Ya verás cómo se te pasará más rápido si trabajas.  

Milagros solo asintió con la cabeza y continúo examinando el lugar en búsqueda de Roberto. Y como sí lo hubiera atraído con el pensamiento una voz detrás de ella la detuvo.  

—Ya me dijeron lo que le pasó a tu hija, Mili —pronunció Roberto con voz áspera—. Vine a verte, como cada mes y me dijeron que tal vez no vendrías.  

—Pero ya estoy aquí. —respondió Milagros de forma distraída.  

Roberto le acarició el cabello lentamente con ambas manos antes de responder.  

—Eso me alegra, Mili.  

Mientras se dirigían a la habitación Milagros iba reuniendo todo el valor y la fuerza que había en ella para lograr hacerlo, quitarle la vida. Tuvo la suerte de encontrar el lugar vacío, sería mucho más fácil.  

Roberto había comenzado a besarle el cuello cuando de pronto se detuvo para hablar.  

—¿Sabes, Mili? Siempre creí que tu hija, era también mi hija —murmuró con satisfacción—. Lucía, ese era su nombre ¿Cierto?  

Ese era el empujón que necesitaba para actuar.   

—¡No vuelvas a pronunciar su nombre! —gritó Milagros con voz adolorida.  

Empujó a Roberto con toda su fuerza haciéndolo caer de espaldas sobre la cama, Milagros se lanzó sobre él con las manos cerrándose alrededor de su cuello.  

Roberto comenzó a agitarse para intentar quitársela de encima.  

—¡¿Te volviste loca?! —gritó con furia   

Con sus manos grandes tomó los brazos de Milagros logrando lanzarla hacía un costado de la cama, haciéndola chocar con la pequeña mesa en la que se ponían las velas que iluminaban la habitación.  

Al caer, las velas rodaron por el suelo tocando las otras camas y aquellas viejas cortinas. El fuego comenzó a extenderse rápido.  

Milagros no dejó que eso la distrajera, se levantó rápido y detuvo a su tío antes de que pudiera salir. Él la golpeó en la mejilla haciendo su visión borrosa por unos segundos, pero sus manos se mantenían firmes aferrándose a él.  

—¡Suéltame, Milagros! —gritó Roberto.  

Ella lo empujó de nuevo, esta vez con más fuerza. Ambos rodaron por el piso, él intentó empujarla, pero sus manos se resbalaron por tanto sudor.   

Las llamas se esparcían por las paredes, la habitación comenzaba a llenarse de humo y casi no se podía ver nada, pero ella no necesitaba ver, solo seguir apretando sus manos contra su cuello con fuerza.  

Milagros sintió como poco a poco Roberto dejó de pelear, de patalear, de arañar, su cuerpo se fue apagando lentamente hasta que se detuvo. Entonces ella también se detuvo, observó el cuerpo de su tío inerte por unos segundos antes de tomar un cristal roto y abrir su cuello para recolectar la sangre.  

Salió de la habitación con calma, el fuego ya se había esparcido a otras habitaciones y toda la segunda planta de la casa rosa estaba en llamas. Los gritos de sus compañeras de trabajo y de los clientes sonaban con fuerza mientras corrían para salvar sus vidas.  

Antes de abandonar aquel lugar se detuvo con Carmen y Lupe, quienes ya se encontraban afuera.  

—Vayan por sus hijos y huyan de aquí. —no dio explicaciones y sus amigas no preguntaron.  

Esta era la oportunidad que muchas habían estado esperando para huir de esa prisión.  

Regresó al panteón y siguió las indicaciones que Don Evaristo le había dado.   

Hizo un círculo de sal y a su alrededor las velas blancas, en el centro colocó a su hija muerta, a la altura de su cabeza la vela roja representando la vida, en un cuenco de madera mezcló las yerbas con la sangre de Roberto. Y mientras ungía esa mezcla en la frente de su hija hizo una oración pidiendo que regresara.  

El cielo comenzó a tronar y la tierra a vibrar, entonces comenzó a sentir el indicativo de que el ritual estaba funcionando.  

“—Pero una vida no es lo único que te va a exigir el ritual. Estás perturbando a la naturaleza y el equilibrio siempre debe existir. —advirtió Don Evaristo.  

—¿Qué significa?  

—Deberás entregar tu vida a cambio, Milagros, ¿Lo vale?  

—Claro que lo vale, Don Evaristo.”  

Recordó Milagros.  

Ella besó la mejilla de su hija por última vez y le dijo.   

—Te amo, mi niña. Vive una gran vida y se muy feliz.  

Milagros cerró los ojos mientras sentía como una pequeña enredadera salía de la tierra y se enrollaba alrededor de sus pies. El suelo comenzó a absorberla lentamente, fue como una presión suave que se extendía por su cuerpo, era cálido, casi como un abrazo.  

Ella mantuvo la calma en todo momento, sabía lo que pasaría y el precio que debía pagar.   

Antes de desaparecer por completo alcanzó a escuchar un jadeo fuerte de Lucía. Sonó como cuando alguien contiene la respiración por un largo tiempo, ese inhalar desesperado para recuperar el aire perdido.  

Con eso Milagros cerró los ojos y dejó de existir.  

[Fin]. 

Milagros.

Proveniente del campo y de sangre sin valor, Milagros nacería marcada por la agonía y la pérdida, como un presagio del camino que ya había s...